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Miguel Mochales

Miguel Mochales

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Amar y no morir.

 El amor es una promesa de eternidad que juras con el alma y lloras con la ternura. Amar así es el modelo de vivir con una sensibilidad extrema. No se trata simplemente de una emoción pasajera o de un sentimiento efímero, sino de un compromiso profundo, una promesa hecha en lo más íntimo del ser, que no requiere palabras, porque se comprende en el silencio. Amar en estos términos implica trascender las barreras del tiempo y el espacio, de modo que la entrega no es algo momentáneo, sino un eco que resuena en la eternidad.


El amor de esta magnitud nos invita a un estado de vulnerabilidad, porque conlleva el acto de abrir el corazón por completo, de despojarnos de las capas de protección que solemos construir para defendernos de posibles heridas. En este tipo de amor, no hay lugar para las medias tintas, no se ama a medias. Se ama con todo, con cada fibra del ser, con el alma expuesta y el corazón palpitante, dispuesto a experimentar la dicha y el dolor, las alegrías más sublimes y las penas más profundas.


Amar y no morir. Porque amar es así. Y es que el amor de esta índole tiene una capacidad transformadora; no se limita a lo terrenal, sino que toca lo eterno. Se ama con la certeza de que el acto de amar no concluye en la muerte, sino que trasciende el cuerpo, la carne y lo temporal. En este sentido, el amor no es un sentimiento que nos ancla a lo físico o a lo tangible, sino una energía que nos eleva, que nos conecta con lo que está más allá de nuestra comprensión.


Vivir con esta sabiduría, con esta conciencia, es el estadio extremo de contemplación del momento presente. Es habitar en la atención plena, en la totalidad de cada instante. El amor, en su expresión más pura, nos enseña a detenernos, a valorar cada segundo, a ser testigos del flujo constante de la vida. Nos invita a comprender que la belleza del amor no radica en la permanencia, sino en la intensidad con la que se vive cada instante. Y es aquí donde el amor se entrelaza con la noción de lo divino, con la idea de que el amor y lo sagrado están intrínsecamente conectados.


Porque Dios no es amor hasta que el amor es Dios. Esta frase encierra una sabiduría profunda. A lo largo de la historia, se ha dicho que Dios es amor, que el amor es la esencia divina. Sin embargo, en esta afirmación se nos presenta una perspectiva distinta: es el amor el que se convierte en Dios cuando se vive de una manera que trasciende lo humano. El amor que se eleva a este nivel de pureza y entrega es, en sí mismo, una manifestación de lo divino. No es algo que se experimenta desde la mente, sino desde el alma, desde lo más profundo del ser.


El amor, cuando alcanza esta magnitud, se convierte en una experiencia espiritual. Ya no es simplemente un vínculo entre dos personas, sino una conexión con lo absoluto, con la fuente de todo lo que es. Es una experiencia que nos acerca a la esencia misma de la vida, a ese misterio que llamamos Dios. Amar de esta manera nos lleva a comprender que el amor es el vehículo que nos conecta con lo eterno, con lo sagrado, con lo divino. Es una puerta hacia la trascendencia.


Sin embargo, amar con tal intensidad también implica sufrimiento. Porque en la entrega absoluta, en la vulnerabilidad total, el alma se enfrenta a sus más profundos miedos, a sus heridas más ocultas. Amar así es, en cierto modo, una forma de morir a uno mismo, de dejar atrás el ego, las expectativas, los deseos personales, para fundirse en algo más grande, en algo que va más allá de lo individual. Es el sacrificio de lo personal en nombre de lo universal, de lo trascendental.


Este tipo de amor no es fácil de alcanzar. Requiere coraje, paciencia y, sobre todo, una gran dosis de sabiduría. Es un amor que no busca poseer, que no exige nada a cambio, porque comprende que la verdadera naturaleza del amor es dar, es ofrecer sin esperar recibir. Este amor no se mide en términos de reciprocidad, porque su esencia no radica en lo que el otro puede devolver, sino en la plenitud de la experiencia misma. Amar es el acto más noble, más puro, cuando se realiza sin condiciones, sin ataduras.


La promesa de eternidad que se jura con el alma no es una promesa de inmortalidad física, sino de continuidad en el plano espiritual. Es la certeza de que el amor, cuando se vive de esta manera, nunca desaparece. Aunque el cuerpo falle, aunque las circunstancias cambien, el amor perdura, porque ha sido grabado en el alma, en el núcleo más profundo del ser. Es un amor que no depende del tiempo, porque su naturaleza es eterna.


Llorar con ternura es, en este contexto, una manifestación de la sensibilidad extrema con la que se vive este amor. No se llora por debilidad, sino por la inmensidad de lo que se siente. Las lágrimas no son de tristeza, sino de comprensión, de reconocimiento de la belleza y la fragilidad de la vida. Es el llanto que surge cuando uno se da cuenta de que el amor es, al mismo tiempo, lo más sublime y lo más vulnerable. Porque amar de esta manera es abrazar la totalidad de la experiencia humana: la alegría y el dolor, la esperanza y la desesperación, la vida y la muerte.


Este amor no teme a la muerte, porque comprende que la muerte no es el final, sino una transformación. Amar es aceptar que todo lo que vive, en algún momento, debe morir, pero que la esencia del amor sigue existiendo. El amor no muere, porque está más allá del tiempo, del cuerpo, de la materia. Es una energía que se transforma, que cambia de forma, pero que nunca desaparece. Amar y no morir es reconocer que, aunque el cuerpo se desvanezca, el amor permanece.


Vivir con esta sabiduría es alcanzar un estado de iluminación, un estado de conciencia plena en el que cada momento es valorado por lo que es: un regalo, una oportunidad de experimentar el amor en su forma más pura. Este amor no se limita a las relaciones humanas, sino que se extiende a todas las formas de vida, a la naturaleza, al universo mismo. Es un amor que nos conecta con todo lo que existe, que nos recuerda que somos parte de un todo más grande, que nuestra existencia tiene un propósito, y que ese propósito es amar.


Este amor, en su forma más elevada, es un acto de fe. Es creer en algo más grande que uno mismo, en algo que no se puede ver ni tocar, pero que se siente en lo más profundo del corazón. Es la fe en que el amor, cuando se vive plenamente, tiene el poder de transformar, de sanar, de elevarnos a una realidad más elevada. Es la fe en que el amor es, en última instancia, la esencia de la vida, el motor que impulsa el universo.


Amar así es un desafío constante. Requiere un trabajo interior profundo, un proceso de autoconocimiento y de crecimiento personal. Implica confrontar nuestras sombras, nuestros miedos, nuestras inseguridades, para poder abrirnos al amor en su forma más pura. Amar de esta manera es un acto de valentía, porque nos expone a la posibilidad de ser heridos, de ser rechazados, de sufrir. Pero al mismo tiempo, es un acto liberador, porque nos permite experimentar la vida en toda su plenitud, sin reservas, sin miedos.


El amor que se convierte en Dios es un amor que nos libera de las cadenas del ego, que nos permite trascender nuestra propia individualidad para fundirnos en la totalidad del ser. Es un amor que nos invita a vivir en el presente, a dejar de lado las preocupaciones del pasado y las ansiedades del futuro, para centrarnos en lo único que realmente tenemos: el momento presente. Es un amor que nos enseña a valorar cada segundo, cada respiración, cada mirada, porque comprende que la vida es un regalo, y que el amor es la forma más elevada de vivirla.


En este amor, no hay lugar para el miedo, porque el amor verdadero expulsa el miedo. No hay lugar para el resentimiento, porque el amor es perdón. No hay lugar para la envidia, porque el amor es generosidad. No hay lugar para el odio, porque el amor es compasión. Este amor es la manifestación más pura de la bondad, de la luz, de la divinidad. Es el amor que trasciende lo humano, que se eleva a lo divino, que se convierte en Dios.


Amar así es la experiencia más sublime que un ser humano puede tener. Es la realización de que el amor es la esencia de todo lo que existe, de que el amor es el principio y el fin, el alfa y el omega. Es la comprensión de que el amor es la fuerza que sostiene el universo, que da sentido a la vida, que nos conecta con lo eterno. Amar y no morir, porque el amor es, en última instancia, lo que nos hace inmortales. Es la promesa de eternidad que llevamos en el alma, la promesa que juramos y lloramos con ternura, sabiendo que, al final, el amor es todo lo que tenemos, y todo lo que somos.


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