entrenamiento zen, máximo rendimiento, tao, meditacion,dojo en madrid, practicar zen

Miguel Mochales

Miguel Mochales

viernes, 28 de febrero de 2025

NPC 24

 La vida no es simplemente vivir. No es un verbo inerte que ocurre por el mero hecho de respirar, de moverse, de contar los días. Vivir, como suele entenderse, es apenas una sombra de lo que la existencia puede ser. Se confunde con la supervivencia, con la rutina, con la suma de momentos que transcurren sin conciencia plena de su grandeza. Pero la vida, la verdadera vida, no se encuentra en esa secuencia de días que se deslizan sin propósito. La vida es creación. No existe fuera del acto de originar algo nuevo, de traer lo inédito al mundo, de manifestar en el plano tangible aquello que, hasta ese instante, solo era posibilidad.

Cada día que pasa sin crear es un día perdido en el abismo de la nada. Respirar no es suficiente. Moverse no es suficiente. Vivir en los términos más básicos no es suficiente. Porque vivir es también morir. Cada instante que pasa es un paso más hacia el final, un latido más cerca de la disolución total. La muerte es una certeza inquebrantable, una presencia constante que acecha en cada elección y en cada renuncia. Pero si el morir es inevitable, el desaparecer lo es solo para quienes no han dejado rastro, para quienes no han grabado su existencia en el tejido del universo. Porque hay una diferencia inmensa entre vivir y dejar huella, entre existir y trascender. La clave de esa diferencia es la creación.

Crear es la única forma real de estar vivo. Porque quien crea no se limita a ser parte del mundo; lo transforma, lo moldea, lo reinventa. La conciencia alcanza su máxima excelencia cuando se fusiona con el acto creador, cuando entra en una frecuencia donde el tiempo se diluye, el espacio se vuelve irrelevante y el ser se funde con su propia capacidad de dar origen. Ahí es donde se encuentra la plenitud, en ese estado de intensidad absoluta en el que no hay separación entre lo que uno es y lo que uno hace. La verdadera vida sucede en ese punto exacto, en esa zona de frecuencia altísima en la que el pensamiento y la acción son uno solo, en la que la inspiración y la ejecución se entrelazan sin esfuerzo.

Esa es la diferencia entre quienes pasan por la vida y quienes la sostienen entre sus manos como una fuerza maleable, infinita. Quienes entienden que la existencia es un lienzo en blanco no se conforman con observar; toman el pincel y lo llenan de formas, de colores, de ideas. No aceptan la realidad como un destino inamovible, sino como una materia prima que puede ser transformada. No repiten lo que ya está dado, sino que construyen lo que aún no ha sido. Y en ese proceso, en ese esfuerzo continuo de invención y reinvención, se descubre el verdadero sentido de estar aquí.

La inercia es el enemigo de la vida. Dejarse arrastrar por los días sin imprimir en ellos la huella del propio ser es renunciar a la única oportunidad real de existir. No hay grandeza en la pasividad, no hay eternidad en lo repetido. Solo lo que se crea tiene la capacidad de perdurar, porque solo lo que nace del acto consciente de manifestar algo nuevo se arraiga en la realidad de una forma que desafía el tiempo. Vivir sin crear es desperdiciar la oportunidad de dejar una marca en el flujo incesante de la existencia. Es como haber estado sin haber estado realmente, como haber respirado sin haber ocupado espacio, sin haber agregado nada a la historia del mundo.

La creación no tiene límites. No se trata solo de arte, de palabras, de pinturas o de música. Crear es tomar cualquier elemento de la vida y elevarlo más allá de su estado ordinario. Es convertir un pensamiento en un concepto poderoso, un encuentro en un lazo profundo, una acción cotidiana en un acto de significado absoluto. Todo puede ser creación cuando se hace con conciencia, cuando se ejecuta con la intención de transformar, de construir, de desafiar lo establecido para dar lugar a algo mejor, a algo más grande, a algo más vivo.

Pero para crear hay que amar la vida de una manera feroz, sin reservas. No amar la seguridad de estar vivo, sino amar la posibilidad infinita que la vida representa. Amar la incertidumbre, el caos, el vértigo de lo desconocido. Amar no lo que ya es, sino lo que puede llegar a ser. Porque la creación es, en esencia, un acto de amor absoluto por la existencia. Es la decisión de no aceptar las cosas como son, sino de empujarlas hacia lo que podrían ser. Es el rechazo a la mediocridad del estancamiento, la negación de la resignación, la voluntad implacable de traer algo nuevo al mundo sin importar cuán difícil, cuán arriesgado o cuán incierto sea el proceso.

Quien crea, renace a cada instante. Porque en cada obra, en cada idea, en cada transformación, hay una muerte implícita: la muerte de lo que uno era antes de haber dado ese paso. Crear es quemar el pasado para iluminar el futuro. Es no aferrarse a lo construido, sino estar dispuesto a demolerlo si es necesario para construir algo aún más grandioso. Es entender que el mayor acto de amor a la vida es no aferrarse a ella de manera estática, sino permitir que se reinvente una y otra vez, sin miedo, sin nostalgia, sin límites.

La vida no se trata de acumular días. Se trata de acumular actos de creación, momentos en los que se ha desafiado la nada y se ha extraído de ella algo que antes no existía. Se trata de desafiar el tiempo, de hacer que cada instante valga más allá de su duración. Se trata de vivir de tal manera que cuando llegue la muerte, no quede un vacío, sino un eco eterno de lo que se ha construido.

No todos entenderán esto. No todos serán capaces de verlo. Muchos seguirán existiendo sin crear, flotando en la ilusión de que respirar es suficiente. Pero quienes lo comprenden, quienes sienten en lo más profundo que la vida es un acto de creación constante, saben que no hay otro camino. Que no hay nada más sagrado, más real, más eterno que el fuego de la invención.

Crear es la única forma verdadera de estar presente. Crear es la única manera de desafiar la muerte. Crear es la única forma de vivir.

No hay comentarios: