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Miguel Mochales

Miguel Mochales

martes, 25 de febrero de 2025

NPC5

 El músculo humano es una paradoja magnífica. No es el más fuerte, ni el más veloz, ni el más resistente del reino animal, y sin embargo, ha llegado más lejos que cualquier otro. Su grandeza no radica en la brutalidad ni en la mecánica de la huida, sino en algo infinitamente más sofisticado: la intercomunicación, la sinergia entre sistemas, la sustitución del reflejo instintivo por la inteligencia. Donde otros organismos perfeccionaron la evasión como estrategia de supervivencia, el ser humano hizo algo distinto. En lugar de huir, pensó. Y para pensar, necesitó transformar su músculo en otra cosa: en herramienta, en símbolo, en lenguaje.

Desde ese punto de vista, el músculo deja de ser simplemente un motor de movimiento y se convierte en una extensión del pensamiento. No es solo una estructura anatómica que se contrae y se distiende; es la firma visible del espíritu en el mundo. Cada gesto, cada creación, cada obra humana es testimonio de cómo el músculo ha trascendido su función biológica para alcanzar su expresión más elevada. No corremos más rápido que un felino, pero bailamos. No trepamos mejor que un simio, pero esculpimos. No somos los más fuertes, pero construimos catedrales, escribimos sinfonías, pintamos la bóveda del cielo con nuestras manos. En ese punto, el músculo deja de ser solo carne y se convierte en un instrumento de la autorrealización.

Cuando Maslow diseñó su pirámide, estableció un camino de ascenso desde las necesidades más básicas hasta la cúspide de la existencia humana: la autorrealización. Y aunque rara vez se menciona, el músculo es una de las herramientas esenciales en esa escalada. No basta con existir, con respirar o con alimentarse; tampoco con sentirse seguro o querido. La cima de la pirámide no se alcanza hasta que el ser humano convierte su vida en expresión, en significado, en huella imborrable. Y para ello, necesita un cuerpo que ejecute lo que la mente imagina.

Porque el músculo no solo empuja, no solo levanta, no solo transporta. El músculo esculpe, modela, danza, escribe, compone. Es la extensión de lo que somos en el plano físico, el último eslabón entre la idea y su materialización. Un pensador necesita una mano que sujete la pluma, un músico necesita dedos que presionen las teclas, un escultor necesita brazos que den forma a la piedra. El músculo que no huye, el músculo que no es solo reflejo, sino voluntad, se convierte en un canal de creación.

En la cima de la autorrealización no hay lucha, no hay huida, no hay miedo. Solo queda la obra, la expresión última del ser. Y en esa obra, aunque pocos lo mencionen, hay carne, hay fibra, hay movimiento. No el movimiento desesperado del que escapa, sino el movimiento consciente del que deja su marca en el mundo. No somos el animal más fuerte ni el más rápido. Pero somos el único que ha hecho de su músculo una forma de trascender.

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