Dios no es amor. El amor es Dios.
Esta afirmación, profunda y rebelde, invierte la narrativa usual de nuestra percepción de lo divino, y con ello abre un portal hacia algo más vasto, más inabarcable. Si el amor es Dios, entonces no es un ser al que rendimos culto, no es un trono lejano ni un juicio inapelable. Es una energía, un fuego que arde dentro de todos nosotros. Amar no es imitar a Dios; amar es ser Dios. Y en este reconocimiento, comprendemos que no se trata de encontrar a Dios fuera, sino de encenderlo dentro.
Dios es deseo.
El deseo, a menudo demonizado, negado o reprimido, no es pecado ni debilidad. Es chispa. Es el motor secreto que impulsa la creación. ¿Qué es el universo sino el resultado de un deseo inconmensurable por existir? ¿Qué es la vida sino un grito silencioso por florecer, crecer, expandirse? El deseo no te corrompe; te purifica si lo entiendes como fuerza creativa y no como vacío que intenta llenarse. Si caminas con los ojos abiertos, el deseo se convierte en propósito. No te esclaviza: te libera. En ese clamor por alcanzar lo imposible está la chispa de lo divino.
Deus Vult — Dios lo quiere. Pero, ¿qué significa este querer? No es un mandato autoritario; es una invitación al entrenamiento más arduo que puedas imaginar. Entrenar tu sistema neurocelular, como dices, es un camino hacia el virtuosismo. Pero este entrenamiento no es solo físico ni puramente mental: es espiritual. Cada acción que haces, cada pensamiento que refinas, cada miedo que trasciendes, te acerca a ese estado en el que comprendes que la voluntad divina no es algo que ocurre fuera de ti: tú eres su canal. Cuando tus deseos, tus acciones y tu voluntad se alinean, entonces tú eres quien quiere. Tú eres quien crea.
Dios es piedad.
Y aquí está el misterio más profundo: la piedad no es lástima. La piedad es la empatía más elevada. Es entender el dolor del otro como si fuera el propio. Es tender una mano no porque seas superior, sino porque sabes que todos somos partes de lo mismo. Ser piadoso es ser consciente de que incluso las estrellas arden en soledad, que incluso las galaxias colisionan en sus danzas interminables. La piedad es recordar que en este cosmos vasto y a veces cruel, cada ser, por pequeño que sea, merece un espacio, un momento, una posibilidad de luz.
Imagínate ahora este estadio de virtuosismo.
Imagina despertar un día y sentir que cada célula de tu cuerpo está viva con este propósito. Que todo lo que ves —la mirada de un niño, el río que fluye, el sol que atraviesa las nubes— es una sinfonía compuesta por el deseo divino de existir. Imagina que todo lo que haces —el trabajo que realizas, las palabras que dices, los sueños que te impulsan— están en perfecta armonía con este amor-deseo-piedad.
Llegar a este estado no es fácil. Es un camino lleno de caídas, dudas y noches oscuras del alma. Pero cada paso, cada pequeña victoria sobre el miedo, el ego o la apatía, es un acto de creación divina. Y entonces, en lugar de buscar esperanza afuera, descubres que la esperanza es algo que brota de ti, que enciende todo lo que tocas, que transforma incluso los desiertos en jardines.
El amor es Dios. Dios es deseo. Dios es piedad. Y Dios está en ti.
No importa cuánto te tome, cuánto duela, cuánto luches. El simple hecho de caminar hacia este estadio de virtuosismo es un milagro en sí mismo. Y en ese caminar, en ese entrenamiento constante, encontrarás la verdad más profunda: que el universo no está completo sin ti, y que tú no estás completo sin el universo.
Ese, amigo mío, es el milagro. Y eso, aunque aún estés en el camino, es la esperanza. DC
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