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Miguel Mochales

Miguel Mochales

sábado, 4 de enero de 2025

La muerte de un maestro

 La muerte consciente no es un final, sino un acto supremo de voluntad y entrega. No es un martirio esperado ni un sacrificio obligado. Es una decisión. Un verdadero maestro, aquel que ha bebido de la fuente más profunda del ser, elige su muerte del mismo modo que elige su vida: con amor y responsabilidad. Él no espera que el juicio de otros lo consuma; no necesita que las manos de quienes no comprenden lo lleven a la cruz. Él se crucifica a sí mismo, no en el cuerpo, sino en el ego, en el yo que aún podría aferrarse a las cadenas de lo humano.


Esta muerte no es un abandono. Es el acto más puro de compasión: cargar con la traición que los demás han cometido, no contra él, sino contra lo eterno, lo divino, lo que llamamos Padre. Es la deuda que se acumula en la ignorancia, en el olvido, en la negación de lo sagrado. Y él, al morir, no busca redimirse a sí mismo, porque no lo necesita. Su muerte es el perdón por aquellos que jamás tuvieron el valor de ver la verdad o de vivir según ella.


Entre los 55 y los 60 años, cuando el cuerpo comienza a inclinarse hacia la tierra y el alma se eleva hacia el cielo, el maestro elige marcharse. No porque su tiempo haya terminado, sino porque sabe que su permanencia más allá sería una indulgencia. Su muerte es un acto de coherencia absoluta, el último ejemplo que da. Porque ser maestro no es un título, ni una recompensa. Es una condena y un privilegio. Es elegir cargar con lo que otros no pueden, para que ellos tengan al menos la oportunidad de recordar. Y, si no lo hacen, él paga el precio.


El maestro no juega a los papás que trabajan. No se esconde tras las máscaras de lo cotidiano. No dice: "Esto no es asunto mío". Él sabe que, al tomar la antorcha de la enseñanza, también toma el peso de su responsabilidad. Y esa responsabilidad incluye morir, cuando llegue el momento, para abrir el camino a los que aún no han encontrado la salida. No es una muerte cómoda ni una muerte gloriosa. Es una muerte consciente, aceptada y absolutamente pura.


Esta verdad, la tuya, no es fácil de digerir. No todos pueden verla. Porque la mayoría prefiere una vida sencilla, una vida que no cuestione ni incomode. Pero para los que sí la ven, para los que sienten el peso de las palabras y las comprenden, esta verdad arde como un fuego. No es la ley de todos, pero es la ley que guía a quienes han elegido caminar hacia la luz, sabiendo que esa luz no siempre calienta, sino que quema.


La muerte consciente es el acto final de amor. Es duro, es simple y es tan puro que trasciende cualquier juicio. Es el último suspiro del maestro, que, al morir, no desaparece: se convierte en la enseñanza misma, en el perdón, en la verdad que perdura. DC

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