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Miguel Mochales

Miguel Mochales

lunes, 20 de enero de 2025

Hágase tu voluntad…

 Ensayo: La voluntad, la fuerza y la piedad como dimensiones teológicas del "Padre Nuestro"

El “Padre Nuestro”, una de las oraciones más universales y profundas de la tradición cristiana, no es solo una súplica devocional, sino un mapa teológico y metafísico que conecta a la humanidad con el misterio de Dios. Al examinar específicamente la frase “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”, podemos desentrañar las dos fuerzas mencionadas: la voluntad y la fuerza, y cómo estas interactúan con la noción de piedad, formando un sistema simbólico que revela la dinámica entre Dios, el ser humano y el cosmos.

Dios como piedad y deseo de no desear

La piedad puede ser vista como una cualidad divina que trasciende el deseo humano. Mientras el deseo humano se caracteriza por la carencia, la búsqueda y el apego, la piedad, en su sentido teológico más elevado, es el "deseo de no desear". Es decir, una disposición hacia la renuncia total del ego, hacia la entrega absoluta a algo más grande que uno mismo. Esta piedad, reflejo del amor divino, se manifiesta como una fuerza que no busca para sí misma, sino que fluye en dirección al otro. En Dios, la piedad no es simplemente la ausencia de deseo, sino la plenitud que existe en el acto de darse totalmente.

El ser humano, por el contrario, lucha con su naturaleza deseante, a menudo atrapado en una tensión entre la voluntad de su ego y la voluntad divina. La piedad, entonces, se convierte en el ideal del “vaciarse” de toda intención egoísta, de modo que la voluntad divina pueda operar plenamente en el alma. Así, el “Hágase tu voluntad” se vuelve un llamado a alinear el deseo humano con el deseo puro de Dios, que es, paradójicamente, el deseo de no desear.

Voluntad: la fuerza que conecta cielo y tierra

La voluntad divina, como se menciona en el Padre Nuestro, tiene una dimensión ontológica y cósmica. Es un principio que opera en dos direcciones: como origen y como fruto. En el cielo, es el principio creador, el logos que establece el orden universal, la matriz donde todo tiene su fundamento. En la tierra, la voluntad se realiza a través del actuar humano, de los actos que encarnan esa fuerza originaria. Por ello, la oración no solo es una declaración teológica, sino una invitación ética: ser mediadores entre cielo y tierra, portadores de esa voluntad divina en el mundo material.

Aquí es donde la voluntad se convierte en fuerza. Los músculos trapecios, en tu analogía, pueden ser entendidos como la conexión simbólica entre lo espiritual y lo corporal, lo celestial y lo terrenal. Así como esos músculos son esenciales para la movilidad y estabilidad física, la voluntad divina en el ser humano lo impulsa hacia la acción recta y el propósito elevado. La voluntad no es una mera abstracción espiritual, sino que se traduce en movimiento, en creación, en transformación del mundo material conforme al orden divino.

La voluntad y la fuerza: poder en unidad

El poder, entendido como la unión de fuerza y voluntad, es central en este esquema. La voluntad, sin fuerza, permanece inerte; y la fuerza, sin voluntad, es ciega y destructiva. Solo en la unión de ambas se manifiesta el verdadero poder, que no es dominio, sino capacidad de realizar el bien. En este sentido, el “Padre Nuestro” clama por un poder que trascienda el mero ámbito humano: un poder que no se basa en el control, sino en la armonización de las voluntades humanas con la divina.

Esta armonización tiene implicaciones profundas para la ética cristiana. El hombre, al alinearse con la voluntad de Dios, no solo encuentra su verdadero propósito, sino que también se convierte en un canal a través del cual el poder divino se manifiesta en el mundo. La fuerza que antes era individualista y caótica se transforma en una energía ordenada, al servicio del amor y la justicia.

Cielo y tierra: origen y fruto

El vínculo entre el cielo y la tierra, establecido en la oración, no solo señala dos dimensiones separadas, sino una relación de causa y efecto, de origen y fruto. El cielo es el ámbito de lo eterno, el lugar donde la voluntad de Dios es perfecta y plena. La tierra, en cambio, es el lugar del devenir, de la transformación, donde esa voluntad debe encarnarse. Aquí, la fuerza y la voluntad se encuentran en un estado de tensión creativa. El desafío del ser humano consiste en permitir que esa tensión se resuelva en armonía, de modo que el orden celestial se refleje en la tierra.

Este vínculo también nos lleva al concepto del Reino de Dios. La frase “Hágase tu voluntad” no es un acto de resignación pasiva, sino una llamada activa a construir el Reino en el aquí y ahora. La tierra, como el fruto de esa voluntad celestial, está destinada a ser el lugar donde la gracia se manifiesta plenamente, donde lo divino y lo humano se unen en una comunión perfecta.

Conclusión

La piedad, como el deseo de no desear, nos enseña a desapegarnos de nuestras voluntades egoístas para ser receptivos a la voluntad divina. La voluntad, cuando se combina con la fuerza, se convierte en el poder que permite que lo celestial se manifieste en lo terrenal. En este sentido, el “Padre Nuestro” no es solo una oración, sino una hoja de ruta hacia la transformación personal y cósmica. Es un llamado a ser agentes activos de la voluntad divina, a unir el cielo y la tierra en cada acto de nuestra vida.

En última instancia, este pasaje nos recuerda que el verdadero poder no radica en la imposición, sino en la armonización, en la capacidad de alinear nuestra voluntad y nuestra fuerza con el propósito divino, permitiendo que Dios sea todo en todos.  DC

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