**No nos dejes caer en la tentación**.
La tentación es un arte sutil que juega con las grietas del alma humana, el eco profundo de nuestras inseguridades y la voracidad de nuestros deseos. Es la acción de los tontos, pero también la estrategia maestra del diablo, quien no necesita ser evidente ni directo para seducirnos. Porque ¿qué mejor forma de atrapar al hombre que vestir su perdición con la capa de lo deseable o de lo razonable?
La tentación es un acto de multiplicación: fragmenta, divide, nos deja en dos, o en más partes. Es ese *día-voló* en el que el espíritu se encuentra desgarrado entre dos quereres, dos fuerzas que tiran con igual intensidad, obligándonos a flotar en la incertidumbre. Y no hay peor prisión que la duda, porque allí la mente se convierte en un circo de teorías, cada una más tonta que la anterior, pero igual de seductora. ¿Cómo no caer en la trampa cuando la estupidez tiene el don de la fertilidad? Porque el universo, con todo su orden y finitud, es limitado, pero la gilipollez no conoce fronteras. Es infinita y expansiva, capaz de engullir la razón como un agujero negro devora estrellas.
Toda tentación tiene la forma de una caída. Pero lo curioso es que no siempre la vemos venir. Es un juego de espejos: nos hace mirar hacia arriba cuando ya estamos tropezando. Y esa caída, ese ostiazo, no es tanto el acto de perder pie, sino de perder propósito. Porque la tentación no destruye lo que somos de golpe, sino que desintegra nuestras certezas. Es un lento desmoronarse de lo que creíamos sólido, dejando en su lugar un eco vacío que resuena con preguntas: ¿y si...? ¿y por qué no...?
La tentación es la mística del caos, la ciencia de la distracción. Nos invita a contemplar un horizonte ficticio mientras la realidad se desmorona bajo nuestros pies. Y sin embargo, es también una prueba, una danza extraña entre la luz y la oscuridad. ¿Qué es la tentación sino la herramienta con la que el diablo mide la resistencia del alma? Nos empuja y tira de nosotros porque sabe que, si bien somos seres de luz, nuestra naturaleza es frágil, quebradiza.
Pero he aquí el secreto: la tentación no es solo obra del diablo, sino también del hombre. Es la proyección de nuestras propias faltas, el reflejo oscuro de aquello que no queremos admitir. Porque toda gilipollez –sí, toda, sin excepción– lleva en su seno una chispa de verdad mal entendida, un núcleo de realidad deformada por nuestra incapacidad de mirarla de frente. Por eso la tentación no solo hiere, sino que seduce; no solo desvía, sino que convence.
Hay, en última instancia, una dimensión cósmica en la tentación, un juego entre el orden y el caos que define la experiencia humana. La vida misma parece un péndulo entre querer y no querer, entre lo que se debe y lo que se desea. Cada tentación es un espejo que nos enfrenta a nuestras propias contradicciones, que nos lanza al abismo de nuestras inseguridades. La tentación es, pues, un campo de batalla, un espacio donde las fuerzas universales de la luz y la sombra se encuentran, donde lo eterno y lo efímero se disputan el alma.
Y quizás, al final, la única forma de no caer en la tentación sea reconocerla como parte de nuestra naturaleza. Aceptar que el *día-voló* no es una condena, sino un recordatorio de que somos seres de decisión, arrojados al mundo para tropezar, dudar y, con suerte, levantarnos otra vez. Porque si hay algo más infinito que la gilipollez, es el potencial humano para trascenderla.DC
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