Cuando colocas las palmas de las manos mirando hacia arriba y respiras, la sensación cambia por completo: la respiración asciende, se conecta directamente con el diafragma, y desde ahí te eleva. En cambio, cuando apoyas las palmas hacia abajo sobre las piernas, lo que notas es que la respiración se enraíza en la parte baja del vientre. Ese simple gesto te traslada a dos lugares distintos de tu propio cuerpo, de tu propio ser.
Lo curioso es que, en la vida, casi siempre vamos con las manos hacia abajo. Protegemos la palma, protegemos nuestro destino. Cubrimos, sin darnos cuenta, la posibilidad de llenarnos. Y lo hacemos porque, si toda la luz entrara de golpe, reventaríamos. Esa misma dinámica se traslada a los sistemas humanos, a las empresas. Una organización con las palmas siempre hacia abajo es una organización que se protege de un exceso de creatividad, porque demasiada luz también desestabiliza.
Por eso, cuando dentro de una empresa surge el fuego cruzado —ese hablar mal de otros, ese desgaste emocional constante—, lo que ocurre es que nadie despega. Como si los aviones enemigos atacaran y los propios aviones se quedaran en tierra, atrapados. El sistema se blinda y convierte la convivencia en una vida de “muertos vivientes”: se trabaja, sí, pero sin llenarse de luz, sin arriesgarse a brillar.
Este fenómeno no es exclusivo de las empresas. Ocurre también en los monasterios. Allí, durante el 80 o 90% del tiempo, los monjes trabajan con el rostro neutro, con esa cara de “nada”. Sólo en el capítulo, cuando se reúnen, permiten que entre lo divino. De lo contrario, sería insoportable vivir siempre abiertos a la luz. Así funciona la naturaleza humana: necesitamos equilibrio entre protección y despertar.
Y aquí surge algo clave: no importa despertar, importa el cómo despiertas. Si el despertar llega mal encauzado, quema, destruye, divide. Por eso la primera cuestión es cómo decir las cosas, porque el cerebro —ese abogado del diablo que todos llevamos dentro— siempre ve lo malo, siempre juzga, y a la vez no soporta ser juzgado.
El cerebro lo hace por supervivencia, por instinto de protección. Pero el precio de esa protección es que todos nos movemos desde un sentimiento básico: el sentimiento de separación. Desde el nacimiento vivimos esa ruptura —salir del vientre, separarnos de la madre— y en cada etapa de la vida se repite: queremos quedarnos, pero necesitamos salir para poder valorar el regreso. Sólo cuando estamos fuera reconocemos qué significa estar dentro.
Ese sentimiento de separación también organiza nuestras relaciones. El corazón y el hígado, aunque estén dentro del mismo cuerpo, viven realidades distintas. Una pareja que duerme en la misma cama vive mundos diferentes: izquierda y derecha son dos universos, y muchas veces se alza entre ellos un muro de hielo invisible.
La clave, entonces, es gestionar la armonía en medio de esa separación inevitable. Comprender que somos como una pagoda de varios niveles: lo físico, lo mental, lo espiritual; lo íntimo, lo social, lo trascendente. Y todos esos pisos conviven, aunque a veces choquen.
La gran pregunta es: ¿cómo lograr que un sistema —sea una persona, una pareja, una empresa o una comunidad— encuentre una meta que unifique? Porque si no la encuentra, aunque facture, aunque produzca, el sistema colapsa.
Ese es el desafío: despertar, pero despertar bien. Integrar la luz sin quemar, abrirse sin reventar, vivir sin perder la armonía.
¿Quieres que te lo reordene en forma de discurso más meditativo, como guía de reflexión paso a paso?
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