Atendedme un instante; esto que os voy a contar es importantísimo —si queréis, apuntadlo: es mi regalo para vosotros.
Tenemos tres dimensiones. Tres.
Primera dimensión: el punto.
Segunda dimensión: la línea.
Tercera dimensión: la perspectiva.
¿Lo captáis? Dadme un gesto con la cara si seguís.
La primera dimensión es la profundidad del bajar hacia abajo: entrar en el dolor, en el fuego, en la tensión. Para que una dimensión sea realmente importante, tiene que ser profunda. Hay una fibra muscular —esa que entrenamos— que permite sostener la primera dimensión en su máxima expresión.
La segunda dimensión aparece cuando el cuerpo se zarandea o cuando le damos movimiento: estamos entonces recorriendo dos puntos. Es el reino del movimiento emocional, donde las cosas empiezan a vibrar y a temblar. Aquí las emociones no te dominan si sabes manejarlas; al contrario, tú las dominas. Como dijo un viejo proverbio: las emociones son los caballos del alma; si no sabes montarlos, te arrastran.
La tercera dimensión es la perspectiva. Tomo prestada una imagen de Gurdjieff: tú eres un carruaje. El cuerpo es el carruaje; las emociones son los caballos. Tú, en realidad, eres el pasajero. Y delante va el conductor del carruaje, a veces loco, al que tienes que convencer de que te lleve a donde quieres ir. La tercera dimensión es aprender a decidir la ruta: a elegir la dirección desde la voluntad.
Fijaos bien: hay tres niveles —el cuerpo, las emociones y la mente-conductor—, pero tú no eres ninguno de ellos. Eres el pasajero. Por eso no te identifiques con el cuerpo, ni con las emociones, ni con el conductor: eres el viajero dimensional. Esa no-identificación —esa distancia— es la que permite la libertad.
¿Lo veis claro? Esto es ser pasajero de sí mismo: tomar la dirección en lugar de ser arrastrado.
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