Meditar significa tomar la medida de la vida. No es una idea poética ni un juego de palabras: es una experiencia profundamente corporal y simbólica. Esa medida —la auténtica, la que sostiene el sentido de existir— se encuentra en un lugar sagrado de tu anatomía que las antiguas tradiciones conocían muy bien: el arca.
Los antiguos hebreos llamaban Arca de la Alianza a una caja sagrada donde habitaba la presencia divina. En tu cuerpo, ese arca es la cadera. Y, como el arca ancestral, también la tuya está sostenida por dos bastones: tus piernas. La parte interna de ellas se llamaba en latín custodia virginalis: “los guardianes del arca”. En lo alto, el glúteo recibe un nombre igual de revelador: el trono.
Todo esto no es metáfora vacía: es una forma precisa de señalar que en esa zona —en tu centro pélvico— se encuentra guardado el mayor poder humano: el poder de dar vida.
- El genital es el deseo, la fuerza primigenia que impulsa a crear, a nacer, a empezar.
- La parte baja del vientre es la sabiduría, el lugar donde se digiere la experiencia y se transforma en comprensión.
- El hueso sacro representa la libertad, la columna vertebral de tu ser.
- La zona lumbar encierra el miedo, el obstáculo que bloquea el flujo de esa energía creadora.
Ahí, en ese centro silencioso y poderoso, conviven las claves de tu existencia. Y sin embargo, casi todos hemos sido educados para buscar la meditación en otro lugar: la cabeza.
La mente argumenta, justifica, explica… y sobre todo pone excusas. Es especialista en evitarlas, porque su naturaleza es evitar el esfuerzo. Es por eso que se ha hecho catedrática en razones, en análisis y en discursos, pero no en transformación.
Por eso, si meditas únicamente con tu cabeza, solo estarás dándole vueltas a lo que ya sabes. Si, en cambio, meditas desde el arca que llevas en la cadera, empiezas a meditar con la vida misma: con el deseo que impulsa, con la sabiduría que guía, con la libertad que abre caminos y con el miedo que puedes trascender.
El maestro lo dijo hace siglos: “El que tenga ojos, que vea; el que tenga oídos, que oiga.”
La verdadera meditación no sucede en el pensamiento. Sucede ahí abajo, en tu centro sagrado, donde lo humano se vuelve divino.
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